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El valle del Lozoya en Madrid, a mitad de camino entre la
capital y Segovia, es un reducto de Naturaleza en su mejor definición posible.
Aunque su clima no es fácil, el entorno es simplemente mágico, es el lugar que
yo recomendaría a los visitantes que deseen conocer ciertamente lo que
significa la vida en un entorno natural.
Parece mentira que tan cerca de una gran ciudad como Madrid
con más de cuatro millones de habitantes, exista un remanso de Naturaleza, aire
fresco y paz como este, pero así es. El valle ha sido una joya que han porfiado
los que la han conocido, tal es así que el Rey Juan I de Castilla pasó largas
temporadas en la zona y disponía de pabellón de caza que, en el siglo XIV cedió
a la Orden cartuja para la construcción del monasterio de El Paular, lugar
desde donde suele iniciarse la versión larga del viaje que os proponemos. Pero
si hay niños en el grupo o no estáis familiarizados con una buena caminata, elotro punto de partida es más cercano aunque menos interesante.
Las presillas,un lugar donde aparcar pero de pago aunque por una muy módica cantidad, no solo
se aparca, en verano se puede disfrutar de unas espectaculares piscinas
naturales y aunque el agua está permanentemente muy fresca, para quien sea
capaz de soportar la primera impresión, la sensación de sumergirse en un agua
limpia como pocas que viene de los manantiales del puerto de Cotos es especial.
Uno de los arroyos que alimentan las presillas y posteriormente al Lozoya, rio
que da nombre al valle, es el Aguilón, que desciende de Cotos y a algo menos de
tres kilómetros de las presillas, se precipita en dos cascadas que constituyen
uno de los muchos lugares emblemáticos de la zona.
Pasear hacia las cascadas junto al arroyo Aguilón es un placer que semultiplica en ciertas fechas, coincidiendo con el deshielo de la sierra, el
volumen de agua que vierten las cascadas y conduce el arroyo es grande y el
paisaje que ofrece es simplemente impresionante. Los amantes de la fotografía
tienen en sus márgenes pequeños saltos, aguas bravas, pequeños claro, pero que
permiten imágenes que parecen obtenidas en lo más profundo de los bosques y
selvas de lugares vírgenes y sin embargo, están obtenidas a menos de 100
kilómetros de Madrid, es fantástico. El camino por ambas riberas del arroyo esta
balizado con indicaciones muy accesibles. Puentes de madera perfectamente
empáticos con el entorno, facilitan el cruce del arroyo en algunos puntos y
también en sus pequeños regatos que escapan al curso central del agua. Esta es
una zona en la que el ganado vacuno pasta libre en muchos lugares como la
tradición manda, así pues es fácil encontrarse algunas tranquilas vacas para
las que el caminante no deja de ser una simple curiosidad entre el pasto.
A medida que el camino se acerca a las caídas de agua, las rampas se encrespan
y la anchura disminuye de forma importante, el camino apunta a vereda, pero ya
se empieza a oír el murmullo del agua cayendo desde cierta altura y sin embargo
la cascada no se deja ver aun. En este punto el camino se torna muy difícil,
pero tan solo son unos ciento cincuenta metros, poco más. De pronto, tras
superar unas piedras de difícil acceso, el sonido se hace omnipresente, la
cascada baja aparece en toda su belleza. Quiero recordar que está encuadrada en
un parque natural y para poder observar con comodidad y seguridad el
espectáculo, se ha construido una plataforma en madera protegida con barandas
también de madera. Es el momento de hacer fotografías, de descansar, de dejar
que la naturaleza penetre por todos los poros de la piel y el ruido del agua no
se torna molesto, muy al contrario, es un sonido agradable, casi musical que
permite al espíritu equilibrar sus vibraciones con el entorno. El agua, al
golpear la poza a la que se integra, provoca una frescura que los cuatro
kilómetros de subida agradecen, sobre todo si como es mi caso, los años y los
kilos la tornan dura de superar.
Alcanzar la cascada alta es más complejo, sin necesitar aperos de escalada,
exige cierta habilidad o mejor cierta agilidad que se ve recompensada por una
belleza aún mayor si cabe que la que regala la cascada
baja. Con el espíritu lleno y las piernas vacías, la bajada es dura de nuevo en
los primeros metros y un paseo muy agradable hasta el aparcamiento de las
presillas, pasando de nuevo por la orilla del Aguilón. Lo ideal es cambiar de orilla si es posible para
disfrutar de nuevos paisajes y terminar en las presillas con un vivificante
baño si es verano o unas viandas en el pequeño mesón que está junto al
aparcamiento. Un día de inmersión en una naturaleza salvaje, virginal y
hermosa, no muy lejos de una gran ciudad y terminar recorriendo el Monasterio
del Paular del siglo XIV, con el puente del perdón, de trágica historia, y el
hermoso casco urbano de Rascafría, que conserva la iglesia de la misma época en
un estado magnifico y ofrece una gastronomía variada y de calidad, o recorrer
los puertos de montaña de las cercanías como el de Cotos, Canencia, Morcuera,
Navafría. pero esa es otra historia a la que nos referiremos más adelante.